El cambio climático y las variedades

Pedro Balda y Fernando Martínez de Toda

El cambio climático se manifiesta, principalmente, a través de un aumento de la temperatura, originando vinos con mayor contenido en alcohol y con pH más elevados, que resultan en sensaciones más pesadas y cálidas. Las variedades tintas alcanzan concentraciones de azúcar más que suficientes para la obtención de vinos de alta calidad, pero frecuentemente no ocurre lo mismo con el color y la acidez. Las altas temperaturas aceleran la disminución de la acidez, especialmente debido a la rápida degradación del ácido málico, pero el ácido tartárico es mucho menos sensible a las altas temperaturas que el ácido málico. Así, las variedades con una alta relación tartárico/málico están mejor adaptadas a las condiciones de calentamiento climático.

Ante esta situación, se están estudiando diferentes técnicas vitícolas para intentar retrasar la maduración de la uva haciéndola coincidir con períodos más frescos como, por ejemplo, la poda tardía, la reducción de la superficie foliar, la doble vendimia o la poda mínima. En relación con el material vegetal, se buscan reducciones en la producción de azúcar y mayor acidez. Esto puede hacerse mediante la obtención de nuevas variedades o, más rápidamente, mediante la selección de variedades ya existentes, que muestren aptitudes para producir vinos con menor contenido alcohólico y con mayores niveles de acidez.

Existen unas cinco mil variedades de vid, lo que supone una inimaginable paleta de posibilidades a la hora de cultivar, adaptando el viñedo al suelo y a este entorno cada vez más cálido. Pero a la hora de la verdad, son muy pocas las variedades elegidas por el viticultor. Así, en España, sólo tres variedades (airén, tempranillo y bobal) suman la mitad de la superficie total de viñedo con un vertiginoso auge del tempranillo, que ha crecido más del 40% desde el año 2000 y actualmente acapara más del 20% de la superficie nacional. Un panorama totalmente distinto al de Portugal, donde las diez variedades más cultivadas apenas suman la mitad de la superficie total y, se pueden llegar a ver viñedos viejos con más de 40 variedades juntas. Lo mismo sucede en Italia, donde sus diez variedades mayoritarias apenas alcanzan un tercio del total. Parece incongruente que, aunque las previsiones a futuro (menos lluvias y más calor) son preocupantes, se hayan desarrollado fundamentalmente las plantaciones con la variedad tempranillo, que no goza de una gran capacidad de adaptación a condiciones de sequía y tiene pocos recursos fisiológicos para ahorrar agua. Nada que ver (desde este punto de vista hídrico) con otras variedades como mazuelo, garnacha o graciano, tan tradicionales de nuestra tierra.

Pero, además de estas variedades ya conocidas, ¿qué oportunidades tenemos entre las nuevas minoritarias de Rioja? Ahí están variedades como trepat (comúnmente conocida como tempranillo del barón), morate y mandón (hija del graciano), que mantiene bastantes características de su padre y podría ser una variedad de interés para el futuro. También es destacable la variedad cadrete, descubierta más recientemente en un viñedo de Briones y sin estudiarse aún en profundidad, pero que manifiesta un ciclo muy largo y, por lo tanto, una maduración tardía. Ente las minoritarias para la elaboración de vinos blancos destacan la maturana blanca, garnacha blanca, garnacha roya y turruntés.

No hay que olvidar tampoco la enorme diversidad existente dentro de las propias variedades, con individuos (biotipos) con comportamientos totalmente distintos entre sí. Concretamente, para la variedad tempranillo, y sólo en La Rioja, se reúnen más de mil biotipos e interesaría buscar y seleccionar aquellos que produzcan menos azúcares, que su consumo de agua sea menor y con buena capacidad para soportar altas temperaturas y golpes de calor.

Esta vía de trabajo permite conservar la misma variedad, lo que implica menos cambios en la tipología del vino resultante, aunque es una herramienta menos potente que el cambio varietal.

Al cambiar la variedad, además de modificar la acidez, se modifican también los aromas, el color, etc…, lo que supone, para lo bueno y para lo malo, la obtención de vinos con diferente perfil. Lejos de ser un inconveniente, es una bonita oportunidad para que ese nuevo ‘vinicultor’ que, desde el viñedo, sacando la máxima expresión a los suelos, interpretando la diferente climatología de cada añada y, utilizando estas variedades minoritarias o casi desconocidas, pueda ser capaz de generar vinos especiales, con atributos sensoriales característicos de esa interacción suelo-clima-variedad.

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