Un oráculo de los vinos

Un recuerdo a Llano Gorostiza y su gran libro sobre el Rioja

Por Pablo G. Mancha

LOS VINOS DE RIOJA

Autor: Manuel Llano Gorostiza

Estilo: Ensayo

Editorial: Banco de Vizcaya

Páginas: 175

Año de publicación: 1973

En 1973, el gastrónomo y escritor bilbaíno Manuel Llano Gorostiza publicó el libro ‘Los Vinos de Rioja’, un documentado y delicioso tratado sobre la historia, la intrahistoria, los orígenes y el alma más profunda de los vinos de nuestra tierra. Su primera edición fue editada por Induban y diez años después el Banco de Vizcaya la reeditó mejorando la calidad de la impresión y con un gran aporte gráfico y documental.

«El riojano es más viñador que vendimiador», explicaba el autor

El trabajo de Llano Gorostiza tiene carácter enciclopédico y confiere al lector una amplísima visión de la historia y el carácter de los vinos de Rioja de una forma amena y con multitud de perspectivas, entre las que también destaca el número de datos que aporta, la evolución de los vinos y del sector con sus principales protagonistas.

Cuenta Llano Gorostiza que el espectáculo de las vides en La Rioja no fue hasta el siglo XVII parecido al actual. En el medievo hubo viñas en estado salvaje que no supieron de las ventajas de la poda, cepas que tuvieron como soporte árboles frutales.

En la Demanda, las cepas medievales se apoyaban en estacas de hasta cuatro pies de alto y los parrales primitivos de los centros monásticos de la sierra fueron bajando de sus altas, frías y húmedas tierras para buscar la seguridad del Ebro.

Prehistoria enológica

Las viníferas no podadas de la prehistoria enológica riojana y sus típicos parrales fueron abandonándose conforme las viñas crecían por tierras de Haro, Cenicero, Briñas, San Asensio, Hornos, Medrano hasta llegar Murillo de Río Leza, Cornago, Arnedo, Calahorra y Alfaro. Y es que según el autor, la estabilización de los viñedos de los siete valles no fue posible hasta bastante avanzado el siglo XVIII, cuando se impusieron las vides sobre marcos relativamente estrechos (3.600 a 3.800 cepas por hectárea) y se seleccionan las cepas que con el tiempo dieron lugar a las variedades actuales.

A diferencia del labrador de Jerez de la Frontera, «el riojano fue más viñador que vendimiador», sostiene Llano Gorostiza y pone ejemplos de la riqueza de la jerigonza de los viñadores riojanos: cepas, estaquillas, barbados, injertos, construcción de abancalados sobre laderas fuertes, nivelaciones de terreno..., estas palabras fueron siempre para el hombre de La Rioja un excelente medio de expresión de su talante agrícola.

«El espectáculo de las vides no fue hasta el siglo XVII parecido al actual»

Más allá de Berceo

¿Pero dónde se encuentra el origen más remoto del vino riojano? Llano Gorostiza lamenta que «toda la historia vinícola parece anclarse en el sobadísimo y «topicudo» ‘vaso de bon vino’ de Gonzalo de Berceo, que nos ha hecho olvidar» realidades muy anteriores en el tiempo y que nos llevan a la época de la dominación romana de Hispania, como la bodega de Funes (Navarra), con capacidad para 75.000 litros de vino y unas instalaciones con zonas de pisa, prensa, además de depósitos y lagares. Vinos que se bebieron reforzados con especies, hierbas y perfumes cuando por Burdeos «apenas se vinificaba».

En su libro Llano Gorostiza dedica un profuso capítulo a Marqués de Murrieta y su lucha para mejorar la calidad del vino de Rioja

Uno de los aspectos más sobresalientes del libro de Llano Gorostiza es el trato que dispensa al Marqués de Murrieta, al que dedica un profuso capítulo sobre sus «experiencias vinícolas». E inicia el relato con los pensamientos de don Luciano sobre el trato que se dispensaba el vino en Londres, donde estuvo exiliado, y las desazones que cuajaban su alma cuando regresaba a Logroño y contemplaba que lo empleaban «para hacer mortero por ser menos costoso que el agua. No pudimos menos que dolernos que anduviese por los suelos una riqueza cuyo defecto no era otro que su pésima elaboración». Para solucionarlo no tuvo reparos en ir a Burdeos «donde pude proveerme de los mejores autores sobre tan importante materia». Recuerda Luciano Murrieta que los principales cosecheros de Logroño no sólo eran reacios a sus opiniones sino que hicieron todo lo posible para que desistiera en su empeño porque todos los intentos por mejorar el vino habían fracasado una y otra vez: «Tenía en mi ayuda, sin embargo, la bondad del exquisito fruto que entonces producían las viñas. Obtuve un vino excelente que se conservó sin la menor alteración mientras que todos los demás la sufrían hasta perderse por completo. Con tan pequeño triunfo vi en perspectiva poder transportar a lejanos mercados el vino de Logroño y que por este medio se abriesen a La Rioja nuevos horizontes para aumentar su riqueza».

Dos años estuvo sometido el líquido a larga observación y transcurrido todo ese tiempo «el éxito coronaba mis esfuerzos». Y llegó la prueba definitiva: transportarlo a América para comprobar si en aquel país tenía o no aceptación». Luciano adquirió cien barriles de a cuatro y media cántaras, que se trajeron desde Bilbao puesto que en Logroño faltaban en aquel tiempo expertos toneleros.

Los barriles cruzaron el Atlántico con destino a México y a la Habana. El primero de los buques perdió la carga tras un furioso temporal en el puerto de Veracruz, pero los destinados a La Habana «no sólo llegaron con felicidad, sino que al apercibirse aquellos habitantes de la exquisitez y calidad del vino, se los arrebataron en pocas horas al consignatario». Estos primeros acontecimientos de exportación ocurrieron en 1862 y diez años después compró la mítica Finca Ygay.

Pionero en espumosos

La primera huella sobre vinos espumosos españoles se sitúa en la Exposición de Agricultura de Madrid en el año 1857 (quince años antes que Raventós), tal y como recogió Manuel Llano Gorostiza en esta obra: «Tintos, blancos y espumosos hechos por el método de Champaña, entre los que destacaban, por su calidad, los que integraban el envío de Baldomero Espartero, Duque de la Victoria, que, como habrá adivinado el lector, eran los que con tanto mimo preparó aquel hombre de gran corazón y pequeña estatura al que don Amadeo, a petición del propio Espartero, otorgó más tarde el título de Marqués de Murrieta».

Un verdadero renacentista

Escribía Jesús Llona Larrauri que el vizcaíno Manuel Llano Gorostiza era «un renacentista, una persona que sabía de todo. Le llamábamos ‘el maestro’ porque era la memoria viva de muchas cosas”. Formado intelectualmente en las universidades de Valladolid y Madrid, Llano Gorostiza destacó por sus numerosas publicaciones, conferencias y artículos de prensa. Una de ellas, Pintura Vasca, Bilbao, 1965, es un magnífico estudio, ricamente ilustrado y valioso como obra de investigación de primera mano. Otra de sus obras notables es la dedicada a Aurelio Arteta. Para los amantes de la cocina dejó delicias en ‘Los clásicos de la cocina vasca’. En esta obra y la dedicada a los vinos de Rioja combinó su ciencia gastronómica con el saber del historiador y la gracia de un sinfín anécdotas que daban a conocer quién y cómo hizo los platos tradicionales bilbaínos o cémo es el bacalao al Club Ranero. Sin olvidar historias de txinbos y «babazorros» -los primeros bilbaínos y los otros vitorianos, porque comían habas-, o la curiosa historia del Villagodio, o chuletón de buey a la bilbaína.